Una receta de vida: como ser humano, en verdad, humano.

Por Eli Quezada
Desde chica fui etiquetada de lunática. Es que, para ser sincera, debo admitir que fui un tanto dispersa y distraída, poco sociable e imbuida en submundos paralelos confundidos popularmente como ‘limbo’.  No es que sea loca, pero algo parecido, digo yo. 

Ahora casi ciega, con los estragos a rastro de mis escuálidas extremidades gracias al último invento de enfermedades raras del siglo 21; y con la lucha constante para que mi mente no vaya de la lucidez al olvido. Fue una vida, mi vida, llena de éxitos y caídas, aprendizajes y labores, amores y dolores.

Volviendo al limbo…debo confesar que me encanta soñar despierta y viajar lejos sin tomar trenes ni aviones. Siempre me fascinó volar…pero como nada ni nadie es perfecto…odiaba los tiempos en los aeropuertos y las horas perdidas esperando por el equipaje, por ejemplo. Fue una vida, la mía, de cambios y mudanzas.

Tres bodas y un funeral me parece titulo de película donde la protagonista soy yo.

Cuando me autodenomino poco sociable no significa, en modo alguno, que sea apática o antipática; más bien, solitaria. Me atrae la soledad aunque siempre tuve amigos y amigas a mi lado. Ellos respetaron mis silencios.

En la soledad puedo redescubrir mis mundos fantásticos y me puedo redescubrir yo. Lijar mis vicios, oponerme a mis desacatos emocionales. Pienso que, finalmente, venimos a este mundo a ser mejores personas.  Y aunque no llegamos a la perfección nos quedamos a cierta distancia de ella cuando nos afanamos en hacer lo correcto.

Esto de mi claustro comenzó  cuando me entregué  por completo a la escritura. Cuando mis labores fuera de la casa cesaron por diversas razones. Al principio fue difícil, vivía en New York al momento y todos los que conocemos ‘la gran manzana’ sabemos de su ambivalencia inquietante: La amamos pero nos asfixia. La extrañamos pero nos fatiga.  ¡Cómo no extrañar Timesquare y sus luces!; los grandes museos y los chicos. Se extraña Soho y Chinatown… se extrañan las tiendas; las filas interminables de gente que, como procesión organizada de autómatas transitan a las horas pico.  Al principio fue difícil porque una extraña la ciudad. ¡Cómo no amar su dilatada inmensidad! Sin contar que en mi hermosa pero pequeña ciudad se da el refrán: “pueblo chico infierno grande.” 

Hay que recordar que somos humanamente imperfectos, llenos de vicios, de envidia, de egolatrías, de individualismos, de materialismo, etc.

Soy, como todo el mundo -aunque pocos lo admiten- un poco ángel, un poco diabla, soy miel o hiel, dulce y amarga. El carácter se pule pero siempre hay que ser natural.

Y no se trata de jugar a ser la cabrona o la mala… se trata de un sentimiento guardado por un dolor viejo que nos hace ser como somos. No es un papel de un guión aprendido pero sí es una consecuencia de un hecho vivido y que nos marca. Hay que regenerar ese hecho que se nos repite y que, como sueño recurrente, nos recuerda nuestra misión en esta vida.

Y dando la gota tras gota en la misma piedra hasta que se funde… o cambias o te cambian. La luz sigue allá, al final del túnel. 

Para ser mejores personas se necesita ingerir todos los días los siguientes componentes: una taza de tolerancia, una taza de respeto, una taza de compasión y comprensión; una pizca de fe; una pizca de amor y esperanza. Estos últimos tres indispensable para dar armonía y paz a nuestras vidas.

En fin, soy extraña porque lloro con las desgracias ajenas. Anormal porque me conmueven las caídas humanas. Abogada del diablo porque siento que todo tiene justificación aunque no lo parezca. Rara porque repelo la crítica de aposento y los acuerdos y los juicios y el menosprecio gratis. Tengo alergia casi a todo como si el aire terráqueo me enfermara. Claro está, no soy santa; pero si, humana. 
Como dijo Nietzsche, ‘demasiado humana’.

EQ/

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