Killing me softly (mátame suavemente)

"Y del confín del sexo llegan viejas demandas...”
Rilke.


Con pasos firmes, mientras un remolino de recuerdos se apiñaba en mi cabeza,  ingreso al famoso café bar de la avenida Madison, donde quedamos de reunirnos luego de tanto tiempo sin vernos. El lugar es sobrio y elegante. La decoración es ecléctica y de buen gusto: candelabros inmensos con  velas aromáticas, por un lado. Esculturas en madera de parejas abrazadas daban un toque erótico. Centro de mesas altos tipo cirios con flores de novia en el tope (babiebreath). Las paredes vestidas de artes exhibían piezas ultra modernas. Copias de Piet Mondrian, litografías abstractas de Kandinsky, y las inmensas y bellas gordas de Botero, mujeres y manzanas amalgamaban las tendencias contemporáneas de la pintura moderna.  Ya sentada disfruto el olor del lugar.

No hay nada más  íntimo  que el  café recién colado. Presunta amanecer, amores al alba, familia. Todo el bar era un monumento al café, al amor y a las parejas. La melodía de fondo daba pie a restaurar cuadros de mi vida.  Y justamente de eso se trataba la cita: de restaurar una vieja amistad, o debo decir, un viejo amor inconcluso.
En mi memoria trataba de recordar las letras de esa canción que sonaba de fondo.  Fue como un himno en nuestros primeros años de juventud, cuando nos enamorábamos del amor; pero por mucho que me esforzaba,  no recordaba el título. Sin embargo, en esa búsqueda por el archivo mental de aquella época, me topé con Iván. Ese amor inconcluso que había quedado suspendido en el pasado. Como esos puntos suspensivos que esperan convertirse en punto y seguido o punto final.
El Iván de mis recuerdos era un joven guapo, alto e inteligente. Antes y después de todo: “inteligente” no hay cualidad  más seductora que la inteligencia. Recordé sus ojos verde olivo que hacían contraste con su tez morena preciosa. Su mirada enigmática, como guardando un as bajo la manga o investigando siempre nuestros pensamientos.
Recordé  aquel beso robado que llevaré siempre conmigo. Fuimos amigos aunque siempre esperé  una declaración de amor. Aún me pregunto por qué nunca lo hizo.

Nuestras vidas tomaron rumbos distintos. La música seguía obrando una especie de hechizo sobre mi memoria. Parecía tener el poder de exprimir vivencias, como se exprime una naranja de dulces gajos de mi tierra... Recordé aquella vez que Iván me arrastró a unos fugaces instantes de placer luego de una noche de copas locas,  de juventud chispeante, de bailes tatuados, y de confusiones sentimentales de mi parte (por un lado presentía que mi novio me engañaba (siempre lo hizo) y por la otra tratando de romper la botella teórica de los períodos de exámenes). Recuerdo su turgencia en mi bajo vientre y tiemblo cuando lo pienso. En fin, yo esperaba su declaración. No llegó nunca. Iván se convirtió en recuerdo. Los años pasaron, yo me casé, me fui a vivir lejos. Nunca supe de él. Volverlo a ver es casi una cita a ciegas, treinta años después.

Aspiré el aire del ambiente. Un olor embriagante a café y azúcar llenaba los rincones del lugar. Miraba la taza del líquido espumoso y caliente que reposaba sobre la mesa, frente a mí. La crema blanca coronaba ese delicioso perfume de los dioses. Y las notas de la canción vuelven a imponerse.

Por fin me vino a la memoria el título de la huidiza canción que seguía sonando por los altavoces: (mátame suavemente)  o Killing me softly. La voz de Roberta Flack  me volvió a arrullar en el oído. Por unos instantes que parecían eternos cerré los ojos y se me erizaron los vellos al volver a pensar en Iván.

Tomé un sorbo de café y me percaté de la mirada desnuda de un cincuentón con canas plateadas  que me penetraba, sin permiso y con cierta desfachatez. Mis ojos le sostuvieron la mirada y sentí cómo me hizo el amor sin necesidad de tocarme. Me hizo ruborizar, como si por arte de magia no hubiese pasado el tiempo y yo volviese a ser aquella niña ingenua pero coqueta de la escuela secundaria. De pronto se levanta, se acerca y se sienta en mi mesa. Al verlo de cerca me doy cuenta que es Iván, el maravilloso ojiverde, del lunar cercano a los labios que poblaba mis recuerdos de juventud. A eso llamo clic, química, física. Amor orgánico que por demás se fundamentaba en una amistad y admiración mutua. Así dejamos que nuestra historia suspendida en el tiempo cual puntos suspensivos se desdibujaran en punto y seguidos. Construimos nuestra vida de todas esas sensaciones vividas en aquella noche loca que quedó grabada en nuestra memoria.

Estoy volcando todo ese embrujo de lo vivido con Iván en mis pinturas. Es como si Iván, mi arte y yo formásemos un apasionado ménage`a trois. El boom por el que atraviesa mi carrera se ha convertido en una suerte de resortes para que mi trabajo artístico fluya con mayor frecuencia. Y es que crear no es algo que se pueda hacer como un autómata. El proceso creativo requiere mecanismos externos que nos impulsen e inciten, para dejarnos llevar por los efímeros períodos de inspiración. O como dice Rilke: “Y del confín del sexo llegan viejas demandas...” 

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